(Psicología Clínica)
Son muchas las
emociones que podemos experimentar los seres humanos.
Algunas han sido
llamadas emociones primarias, como
son el miedo, la ira, la alegría, la tristeza, el disgusto y la sorpresa,
emociones que van acompañadas de patrones de conducta tales como respuestas
faciales, motoras, vocales, endocrinas y autonómicas hasta cierto punto
estereotipadas y que son reconocibles por encima de diferencias culturales y
raciales en los seres humanos.
Distinguimos también otras
muchas emociones, como la envidia, la vergüenza, la culpa, la calma, la
depresión y muchas más, que se denominan emociones
secundarias, con un componente cognitivo más alto y que van además siempre
asociadas a las relaciones interpersonales.
Unas y otras constituyen
sin duda parte esencial de nuestra vida, a la que confieren color y carácter.
Más aún, la alteración
de los sistemas neurales de los que dependen las expresiones emocionales,
provoca grandes trastornos de conducta.
La mayoría de las enfermedades
psiquiátricas son, sobre todo, alteraciones en el modo de experimentar las
emociones.
El
concepto de “emoción” abarca también desde la experiencia
subjetiva (el sentimiento) hasta las
reacciones que llamamos vegetativas (sudoración, temblor, palidez) y motoras
(gestos, posturas…) gracias a las influyentes aportaciones de
científicos y neurólogos como Joseph LeDoux y Antonio Damasio, se ha aceptado
considerar que la consciencia no es el único elemento que ocupa la mente o, dicho de otro modo, que el cerebro, cuya operación produce
lo que llamamos el pensamiento
consciente, es igualmente el origen
de las emociones.
Cada vez se acepta más
la interpretación de que tanto en la emoción como en la cognición, tras los componentes conscientes subyacen e interaccionan toda una serie de
mecanismos cerebrales no conscientes (lo que Freud llamó premonitoriamente
el inconsciente), que determinan de manera
decisiva las características conscientes del pensamiento y la emoción.
Conviene
recordar algunos principios, enunciados por LeDoux
El primero es que lo que llamamos coloquialmente “emoción” no se corresponde con un proceso cerebral separado e
independiente, sino el resultado de múltiples mecanismos cerebrales que pueden
ser distintos en emociones diferentes.
Un segundo principio importante es que los mecanismos cerebrales de conducta emocional, tales como los que se ponen en marcha durante el
miedo, la búsqueda de alimento o el
deseo sexual, aparecieron ya en
estadíos muy primitivos de la evolución animal y se han conservado en gran medida durante la evolución de los vertebrados, entre los que se cuenta el hombre.
Las emociones
conscientes se darían en aquellas especies animales que poseen consciencia. No
es posible inferir si la emoción consciente que provoca una situación de miedo
es percibida de modo igual por el hombre y un animal.
No obstante, si los patrones
de conducta que se evocan en tal situación, en el hombre y en la otra especie
animal son iguales o muy semejantes, podemos asumir que una parte importante de
los procesos cerebrales que determinan tal conducta son iguales en ambas
especies.
La Mayoría de los
componentes de las respuestas emocionales se ponen en marcha de manera no
consciente. Como especuló acertadamente Freud,
la consciencia es solo la parte final de un sistema de operaciones cerebrales
mucho más amplio. Hay que señalar, además, que, al ser los mecanismos neurales
de las emociones evolutivamente más primitivos que los de los procesos
cognitivos, se ponen en marcha de manera inconsciente de un modo más inmediato
que éstos. De ahí que los procesos cognitivos estén más en determinadas
circunstancias, y puedan verse avasallados por éstas.
Las emociones juegan, además, un papel
importante en la determinación de conductas futuras y sus trastornos pueden dar
lugar a graves alteraciones
del comportamiento, de carácter patológico.
No hay razón para asumir a priori
que los componentes conscientes de las emociones son más importantes que los
inconscientes, para lo que parece es el objetivo, en términos de la evolución
de los seres vivos, de la aparición de los mecanismos cerebrales de las
emociones, y que no es sino la supervivencia de la especie a través de la
evitación del peligro de lesión corporal o muerte, la consecución del alimento
y la reproducción sexual.
En tal dirección, tan
importante o más son la taquicardia o las actitudes motoras defensivas que se
ponen en marcha con la emoción de manera automática, y que ayudan decisivamente
a la huida o la lucha del animal, como las percepciones conscientes de miedo.
Hipócrates, cinco
siglos antes de Cristo, decía que nuestra estabilidad emocional dependía del
equilibrio de cuatro humores: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. De
ahí que todavía conservemos el término humor para referirnos a nuestros estados
de ánimo. Un exceso de bilis negra, por ejemplo, era para Hipócrates la causa
de la depresión. Por eso se llamó a ésta también ‘Melancolía’, que viene de
melanos- negro y kolos, bilis.
Franz
Joseph Gall asumió que tales regiones debían estar más o
menos desarrolladas en los
diferentes individuos según que poseyeran en mayor o menor medida determinados rasgos de personalidad. Gall avanzó la teoría de que tal
desarrollo del cerebro se reflejaba
también en la superficie del cráneo,
que se abombaba más o menos en función de
que bajo él se hubiera expandido tal o cual área cerebral vinculada a una determinada cualidad, lo que permitía su identificación por
palpación del cráneo, consiguiendo
con ello establecer el perfil de personalidad del sujeto.
A esta ‘disciplina’ se la llamó frenología y de la mano de Gall
y sus seguidores, adquirió un
sorprendente desarrollo a finales del s.XIX.
por
los frenólogos para la localización de las distintas funciones cerebrales en la
superficie del cráneo.
A principios pues del siglo XX, se imponía la
evidencia de que las emociones se localizaban en el cerebro, un órgano que
empezaba a revelarse como extraordinariamente complejo, gracias a los trabajos morfológicos
de Santiago Ramón y Cajal.
Memoria
y Emoción
Hay
que tener en cuenta dos aspectos:
1. El contenido emocional de la información que
deseamos recordar.
2. El efecto que produce el estado emocional en el
aprendizaje y en la capacidad para recordar.
Lo
que hace a ciertos eventos más fáciles de recordar, es la emoción que produce,
no el significado personal del evento en cuestión:
‐
Los eventos con carga emocional se recuerdan mejor que los que no la tienen.
‐
Las emociones positivas se recuerdan mejor que las negativas
‐
Los recuerdos positivos contienen más detalles y esos hacen que se recuerde
mejor.
‐
Las emociones fuertes pueden deteriorar la memoria de eventos menos
emocionales.
‐
Cuando el estado de ánimo en el que estamos aprendiendo la información es el
mismo que cuando la recuperamos.
‐
Cuánto más fuertes son las emociones, mayor efecto tendrán sobre la memoria.
‐
Las emociones pueden evocarse o minimizarse mostrando o suprimiendo la expresión
de la emoción.
Las regiones cerebrales implicadas en la relación
entre la emoción y memoria son: La amígdala y la corteza pre-frontal.
En 1889, Pierre Janet postuló que las reacciones emocionales
intensas hacen que los eventos sean traumáticos, pues interfieren con la
integración de la experiencia en los esquemas de memoria existentes.
Janet pensaba
que las emociones intensas son la causa de que memorias de eventos particulares
sean disociadas de la conciencia y en su lugar, sean almacenadas como
sensaciones viscerales (ansiedad y pánico), o imágenes visuales (pesadillas y
flashbacks).
(documentos compilados)
Norma Duré Riquelme
Psicóloga Colegiada
M-26128